Antonio Pozo Indiano
La maldición medieval: la pandemia procedente de Asia
que aniquiló a más de la mitad de la población europea
Entre
1346 y 1347 se propagó en Europa el brote de peste negra con mayor virulencia
de la Historia. Cualquiera podía ser víctima de una enfermedad de la que se
ignoraba su naturaleza y no se conocía remedio
«El
Decamerón» de Boccaccio narra la historia de unos jóvenes que, huyendo de un
brote de peste bubónica, hacia el año 1348, se refugian en una villa campestre
para contar cuentos, reír y jugar, mientras arrecia la muerte y el horror en Florencia. Si esta es una obra literaria fundamental, también es un
recordatorio del impacto que tuvo en Europa aquel brote, solo comparable en
mortalidad con el que asoló el continente en tiempos del emperador Justiniano.
En el año cero de esta pandemia de procedencia asiática,
los habitantes de Caffa se contagiaron de la enfermedad a través de los
mongoles, que asediaron con brutalidad la ciudad y, de los que se dice, arrojaron
sus muertos mediante catapultas al interior de los muros. Hasta ese momento,
Europa había recibido con indiferencia los rumores de una terrible epidemia,
supuestamente surgida en China, que a través del Asia Central se había
extendido a la India, Persia,
Mesopotamia, Siria, Egipto y Asia Menor. El concepto de enfermedad
contagiosa seguía siendo incompleto en la sociedad medieval.
Desde el puesto comercial de Caffa la «muerte negra» cayó sobre Italia con cifras apocalípticas. Los mercaderes genoveses llevaron consigo los bacilos hacia los puntos de destino, en Italia, desde donde se difundió por el resto del continente. Las grandes metrópolis italianas sirvieron como catapulta para que la pandemia se extendiera con rapidez. Para enero de 1347 ya había penetrado en Francia, vía Marsella, y poco después en España. En 1349 la peste se movió, cual serpiente reptando, por Picardía, Flandes y los Países Bajos; y de Inglaterra saltó a Escocia e Irlanda, así como Noruega donde, procedente de las Islas británicas, llega un barco fantasma con un cargamento de lana y toda la tripulación muerta, que embarranca cerca de Bergen. Solo algunos países nórdicos, con baja densidad poblacional y condiciones extremas, se salvaron de la presencia de la pulga letal.
De las grandes ciudades, la plaga se transmitía a los
burgos y las villas cercanas, que, a su vez, irradiaban el mal al resto de
poblaciones. De ahí que la elección de los personajes del «Decamerón» resultara
como poco cuestionable, pues huir al campo no era menos seguro que permanecer
en las ciudades, donde el contagio era más lento y las pulgas tenían más víctimas
a las que atacar.
La gravedad de
la situación sacó lo peor de los seres humanos. No tardó en cundir la histeria
colectiva y el miedo al contagio a niveles miserables. Agnolo di Tura, un cronista de
Siena, relata en sus textos este pánico: «El padre abandona al hijo, la mujer
al marido, un hermano a otro, porque esta plaga parecía comunicarse con el
aliento y la vista. Y así morían. Y no se podía encontrar a nadie que enterrase
a los muertos ni por amistad ni por dinero ... Y yo, Agnolo di Tura, llamado el
Gordo, enterré a mis cinco hijos con mis propias manos, como tuvieron que hacer
muchos otros al igual que yo».
El 60 por cierto de Europa liquidada
Se calcula que
el índice de mortalidad pudo alcanzar el 60 por ciento en el conjunto de
Europa. Sin ir más lejos, en la Península Ibérica habría perecido entre el 60 y
el 65 por ciento de la población. Números de los que no se libraron tampoco los
grandes dirigentes. El Rey Alfonso XI de
Castilla murió de la peste, al tiempo que su vecino, Pedro de Aragón, perdió a su
mujer Leonora, a su hija y a una sobrina, en el espacio de seis meses. El
emperador de Bizancio, Juan
Cantacuzeno, perdió a su hijo. En Florencia, el gran
historiador Giovanni Villani murió a los 68 años en medio de una frase
inacabada mientras escribía: «... en el curso de esta peste fallecieron ... ».
Una magnitud
que nunca más se ha repetido, a pesar de que la bacteria ha sido reintroducida
desde Asia en varias ocasiones en Europa, con episodios
tales como la epidemia de 1649 en Sevilla o, uno de los casos más emblemáticos, el brote de Londres
ese mismo siglo. Precisamente, cuando se produjo el Gran Incendio de 1666, la
ciudad aún padecía los estragos de una epidemia que mató a más de una quinta
parte de su población. Incluso el Rey y las máximas autoridades de la ciudad
habían abandonado Londres.
Solo aquí el
fuego pudo con «la muerte negra». Los últimos casos de
peste coincidieron con el incendio, probablemente debido a que la población más
pobre, y por tanto más vulnerable, o bien murió o bien tuvo que abandonar los
suburbios en los que vivían en condiciones insalubres. La inesperada solución
fue tan terrible como la propia peste.
Cesar Cervera
Diario ABC-25-2-2020
Hemeroteca del
Conde Yndiano de Ballabriga
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