El Sueño de un Viajero Londres
Que Gran Bretaña es un país totalmente diferente
al resto del continente europeo, es algo
palpable, que se advierte tan pronto ponemos
los pies en esas tierras.
Su gente ha ido adquiriendo durante siglos, modos de vida
sutilmente diferenciados del resto del continente Noroccidental.
Uno de los mayores errores en que podemos incurrir, es
querer de inmediato hacernos una idea exacta de los británicos,
por ser imposible dar su justo valor a este complejo de usos y
estilo de vida, que pueden llegar a ser limitativos de ciertos movimientos
del alma, pero que en conjunto, han dado al hombre
británico, una personalidad con marcada diferencia al resto de
los europeos occidentales.
En esto del carácter, ha jugado sin duda un papel primordial el
clima. El cielo nublado casi permanentemente, las frecuentes
brumas y las continuas lluvias, lo hacen sumamente melancólico.
Y como no podía ser menos, llegué a Londres con temperatura
baja y niebla espesa, envolviéndolo todo en un maremagnum de
confusión, con una pincelada de autenticidad dibujada como para
convocar citas con algún espíritu al uso. Iba cansado, muy cansado.
Pero no hay cansancio que no supere un sueño reparador. Y por
la tarde ya estaba en condiciones de echarme a la calle, para hacer
lo que más me satisface cuando voy por primera vez a un lugar
desconocido: pasear sin rumbo fijo. Caminar por invisibles y no
predeterminados itinerarios, a fin de apreciar las distintas perspectivas
urbanas y humanas; observar el paisaje con una mirada
tranquila, como desinteresada, pero muy alerta para cualquier
sorpresa, atenta para el detalle por muy insignificante que fuese.
Y me fui encontrando con todos lo símbolos tradicionales del
lugar: desde el “Gentleman” elegante y flemático –aunque realmente
considero que más que no alterarse, lo que sucede es que
su exquisita educación le ha enseñado a no exteriorizar fácilmente
sus emociones–, pasando por el famoso “boby” o policía
británico, con su uniforme azul y típica gorra; personaje muy
querido por los ciudadanos, que ven representados en él el ideal
de seguridad y respeto a las leyes. Resulta increíble en los tiempos
que vivimos, pero en Gran Bretaña, los agentes de policía que
transitan la calle, no necesitan ir armados para hacer cumplir las
leyes. Y como no, observaremos hasta la saciedad al clásico
autobús de planta doble.
Me sentía fascinado en esta ciudad, capital de un reino que
en su día se constituyó en uno de los mayores imperios de la
historia del mundo; fascinante, acogedora, paralelamente
conservadora y vanguardista.
A determinada hora del primer día de llegada, solicité un taxi
para que me trasladara a un conocidísimo Pub, donde me había citado
con varios amigos, y allí tuve la oportunidad de degustar la famosa
cerveza inglesa, debidamente servida en jarra; jugué a los dardos
y disfruté con mis amigos de una tertulia típicamente inglesa.
Después de la cena, me entretuve paseando por la orilla del
no menos conocido y subyugador río Támesis, inspirador de innumerables
cuentos, novelas y libros de misterio y romanticismo;
entre la perenne niebla, se adivinaba su inmensidad y desde allí,
casi desdibujadas se adivinaban los señeros perfiles de las Torres
sobre el Puente, dando al marco en la intensidad de la noche, un
fantasmal aspecto digno de los crímenes una y otra vez debidamente
resueltos gracias a la prodigiosa lógica que empleaba el
legendario Sherlock Holmes.
A la mañana siguiente, que se presentaba bastante fría y con
brumas, lo primero que visité fue la majestuosa Catedral de San
Pablo, para después dirigirme al BUCKINGHAM PALACE, residencia
londinense de los soberanos británicos desde el año 1.837.
En este lugar se desarrolla regularmente el famoso cambio de
guardia que tanto interés despierta entre los turistas.
Después visité la Abadía de Westminster, que data del siglo
XIII, lugar tradicional para las principales celebraciones inglesas,
como las coronaciones y las bodas reales; después recorrí el
edificio gótico del Parlamento, con su bellísima Torre del Reloj
(popularmente conocida como la Big-Ben ). También visité la celebérrima
Torre de Londres, inexorablemente vinculada a la monarquía.
Esta excelente fortaleza medieval, que en tiempo constituyó
ciudadela, residencia real y prisión del estado, es ahora sede
del Museo histórico donde se exhiben las joyas de la Corona. Y no
podemos olvidar que en este lugar fueron decapitadas dos de las
esposas de Enrique VIII: Ana Bolena y Catalina Howard.
Disfruté de la maravillosa vista del Tower Bridge y concluí la
mañana en Picadilly Circus, “pequeña plaza, ombligo del
mundo”, como orgullosamente escribió Kipling, el conocido
cantor del imperio inglés. Aquella noche, la cena se tomó en el
famoso estadio de Wembley, donde pude vivir la sensación
emocionante que producen las carreras de galgos.
Al día siguiente, continué con mis visitas culturales, donde
por supuesto no podía faltar el British Museum, sabiendo que
alberga esa gama amplia de preciosas piezas de la antigüedad:
asirio-babilónicas, egipcias, griegas, romanas..., así como su
vastísima colección de manuscritos.
A continuación, paseé callejeando, entremezclándome con el
continuo y elegante bullicio, que curiosea sus mercadillos y
aplaude a los innumerables artistas callejeros: magos, hombres
orquestas, vendedores de sueños...
Hyde Park, Oxfort Street, Plaza de Trafalgar, Royal Café, todos
y cada uno de los nombres que de siempre hemos oído, fueron
desfilando delante de mí en un inolvidable paseo.
El Castillo de Windsor, residencia de los Reyes de Inglaterra
durante más de 800 años; Great Fosters, antigua finca de caza inglesa,
donde tuvimos la suerte de tomar el desayuno especial o Brunch.
Después de transcurrir unos espléndidos días de turismo,
vino el inevitable regreso. No sé porqué, el camino de vuelta
siempre se hace mucho más corto que el de ida. Y ya en casa,
volví a pensar en lo agradables que resultan los viajes, “incluso
los de trabajo”. No sólo por el placer de alejarse, como decía
Machado, sino por el de volver. Y curiosamente, el día de mi vuelta
de Londres, en Sevilla también había niebla, como si una parte
de aquella ciudad se hubiese venido conmigo para constituir, en
nuestro río Guadalquivir y junto a la Giralda , ese paisaje típicamente
londinense que tanto nos atrae.
Todo concluye, partida y meta, alfa y omega, principio y fin
con el aroma del sabor de lo eterno.
Sevilla ... siempre Sevilla.
José Manuel Pozo Indiano
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