Antonio Pozo Indiano
Las desconcertantes
prácticas sexuales en el Madrid de los Austrias: cuando la prostitución era
legal en España, tolerados, reglamentados y amparados por
los gobiernos.
Los
viajeros en el siglo XVI decían que en Francia el pecado se hacía con
publicidad, mientra que en España se pecaba igual, pero con sigilo.
Los
vicios eran los mismos en París, Madrid o Londres, por mucha fama que
tengan unos de liberales y otros de retrógrados.
En
el denominado Siglo de Oro, se establecieron en España burdeles
públicos (llamados «mancebías»), tolerados, reglamentados y amparados por los
gobiernos. Considerándolo un mal menor, Felipe II expedió pragmáticas
para que todas las grandes ciudades de Castilla contaran con una «mancebía», especialmente las que se hallaran cerca de un
puerto o de una universidad, por ser los marineros y los estudiantes dados a
estos centros.
Si a
principios del siguiente reinado, el de su hijo Felipe III, únicamente
funcionaban tres «mancebías» en la capital, esta cifra se disparó al ritmo en
el que se liberaba la moralidad del Rey. En el periodo de Felipe IV, hombre conocido
por su interminable legión de hijos ilegítimos, la cifra sobrepasaba las 800 casas públicas
en la noche madrileña, según cifras recogidas por José Deleito y Piñuela en su libro «La mala vida en la España de
Felipe IV».
El
lugar más aristocrático era Las Soleras, en la Calle Francos, hoy de Cervantes,
mientras que para comerciantes y burgueses el lugar propicio estaba en la Calle
Luzón, aparte de otros de este tipo en la Calle de la Montera. Para los más
humildes había que desplazarse hasta la Morería, en la Plaza de Alamillo, y a
las conocidas como «barranquillas de Lavapiés», que concentraban un número
desproporcionado de estos locales. Entre la Calle Toledo y la ronde Toledo se ubicaba la
calle de «Mancebía», cuyo nombre presagiaba que tipo de lugares se podían
hallar allí...
Reglamento para toda la prostitución
La
ley dejaba poco margen a los subterfugios en estas mancebías. La joven que
quisiera dedicarse al oficio debía acreditar ante el juez de su barrio ser mayor de doce
años,
haber perdido la virginidad, ser huérfana y no ser noble. Aun así, el juez
trataba de disuadirla de su propósito con una plática moral que, en caso de no
surtir efecto, dejaba paso a una autorización por escrito para que ejerciera el
oficio más antiguo del mundo. Un médico visitaba el burdel de vez en cuando
para certificar que estuvieran sanas, y en caso de encontrar una posible infección se prohibía
ejercer el oficio a las afectadas. La prevención contra la sífilis eran prioritaria, como así
advierte un pregón general para «la buena gobernación de esta corte» fechado en
1585:
«Otrosí mandan que ninguna
mujer enamorada que haya estado, o esté enferma de bubas, si fuese vecina desta
Villa no gana en ella ni en la mancebía, so pena de cien azotes, y que para que
no fuera vecina ni natural, no gane, y se vaya luego de la Corte, so pena de
cien azotes».
Sobre
el vestuario de las prostitutas, las Ordenanzas de Mancebía —recopiladas ya en
tiempos del Rey Felipe IV— disponían que
estas mujeres debían portar medios mantos negros (mantillas) para distinguirlas
de las mujeres pretendidamente honradas, que portaban manto entero. De ahí que
a las prostitutas las llamaran «damas de medio manto» y, dado que llevaban telas en picos de
color pardo, se usa, aún hoy, la expresión «irse de picos pardos» para apuntar
que alguien anda por la mala vida. Las mujeres públicas se pintaban de forma
exagerada para embellecer su rostro y disimular, en muchos casos, las marcas de
viruela. Según el sorprendido viajero francés Antoine de Brunel, las pinturas y los
adobos no se limitaban a la cara:
«Tienen
también camisas bordadas de encajes en sitios que solo ven sus galanes: es
cierto que esos encajes bastos y picadillos que se traen de Lorena y de
Provenza, y con los que adornan la ropa los campesinos, pues los de Flandes les
son ignorados».
Las palabras
para denominar a las prostitutas eran de una variedad asombrosa, sirviendo cada una
de ellas para destacar su especialidad. «Andorra» era la prostituta callejera;
«atacandiles», «devotas» o «mulas del diablo», las dedicadas a los clérigos;
«escalfafulleras», las más humildes; «gorrona de puchero en cinta»,
«hurgamandera» o «lechuza de medio ojo», las que iban con velo; «maleta», la
que acompañaba a la milicia; «mujer de manto tendido», las que se prostituían
por cuenta propia; «pandorga», la vieja y gorda; «pitrolfera», las que iban a
domicilio; «quilotra», «tronga», «trotona» o «trucha», las más jóvenes; «damas
de achaque» o «marcas godeñas», las que cobraban en metálico; «enamoradas» o
«cantoneras», las que estaban apostadas en las esquinas; e «izas, «rabizas,
«colipoterras», «golfas», «pellejas» o «mulas de alquiler», las de peor
consideración.
Era
frecuente que estas trabajadoras asistieran con hábitos y escapularios a
procesiones y actos religiosos. Se extendió tanto esta costumbre que Felipe II tuvo que
prohibir su presencia, cuando las mujeres «decentes» dejaron de acudir para que
no se las confundiera con las pecadoras. Algunos viernes de Cuaresma dos
alguaciles de Madrid conducían a las prostitutas de los burdeles a la Iglesia del Carmen Calzado, donde un
predicador las exhortaba a salir de la mala vida. Y, en otra muestra de la
hipocresía imperante, se estimaba a los dueños de los burdeles, los «padres» o
«madres» que explotaban a estas mujeres, como profesionales respetados. Se les
daba así el título y trato de «hombres de bien».
«Que en su conciencia las mancebías
públicas, vigiladas con cuidado por el gobierno y sujetas a ciertas reglas eran
útiles a la buena moral, a la salud pública y al bienestar del reino, y así que
se veía mayores males de su prohibición que los que se producían las casas
mancebías»
Frente
a la multiplicación de prostíbulos en poco tiempo, el Conde-Duque de
Olivares intentó restringir la práctica, unificando los burdeles en la Calle Mayor e incluso
suprimiéndolos todos, lo que solo logró dispersar y esconder el problema, pero
no eliminarlo. La Iglesia exigió a Felipe IV que acabara
con aquellos excesos, si bien ni en la Corte ni entre los clérigos todos
compartían la opinión de aplicar medidas coercitivas. El fraile Pedro Zapata, que acabó
desterrado por lenguaraz, creía que el haber legalizado la prostitución
resultaba un mal menor dentro de un fenómeno que iba a seguir existiendo bajo
toda condición:
«Que
en su conciencia las mancebías públicas, vigiladas con cuidado por el gobierno
y sujetas a ciertas reglas eran útiles a la buena moral, a la salud pública y
al bienestar del reino, y así que se veía mayores males de su prohibición que
los que se producían las casas mancebías»
Delito y castigo para el proxenetismo
La
inmoralidad de la España de Felipe IV se manifestaba
en una sensualidad desenfrenada y en una relajación de las costumbres entre la
nobleza. Sin embargo, la licencia sexual era proporcional a cuanto más alto
estuviera cada individuo en la escala social, siendo el Rey el mayor
licenciado. Mientras los excesos eróticos de los plebeyos eran castigados con
un rigor absurdo, para un joven aristócrata era casi obligatorio tener una
manceba, es decir, una amante. Los jóvenes empezaban a la edad de doce o
catorce años a tener una querida, que habitualmente se seleccionaba entre las
comediantes y mujeres de vida alegre.
Estas
mujeres, las cortesanas, ejercían un tipo de prostitución de alta clase. Se las
denominaba con ironía «tusonas» o damas del Tusón, en referencia
a la Orden del Toisón de Oro, y algunas podían amancebarse
durante meses o incluso años. Incluso casados, los aristócratas seguían
manteniendo a estas mujeres. Las esposas veían con desdén y superioridad a
aquellas mujeres destinadas a tan bajos oficios, por lo que ni siquiera las
veían como una amenaza. Eso a pesar de que muchas de estas relaciones eran
uniones casi tan duraderas como las matrimoniales.
Las esposas veían con desdén y
superioridad a aquellas mujeres destinadas a tan bajos oficios, por lo que ni
siquiera las veían como una amenaza.
Algunos
maridos sin escrúpulos del periodo llegaron a alquilar a sus esposas a nobles
acaudalados a cambio de prebendas. El colmo de estos maridos explotadores lo
alcanzó un tal Joseph del Castillo, que, viviendo a expensas de las aventuras
de su mujer, le dio siete puñaladas cuando se negó a serle infiel en Cuaresma. Después de ser
rechazado en la embajada de Venecia, donde pidió asilo, Joseph del Castillo tuvo que
quedar huido debido a su crimen.
Desde
tiempos de Felipe II, si se comprobaba que el esposo había instigado el
adulterio de su mujer se sometía a la pareja a un castigo público ejemplar. Los
dos eran montados sobre dos asnos y paseados por la ciudad. Él delante,
adornado con dos cuernos y sonajas; ella detrás, azotando a su marido. El
verdugo cerraba la comitiva azotando a ambos. Además, la ley daba facultad al marido
ultrajado (ese que no estaba enterado de la infidelidad) para matar a la mujer
adúltera y a su amante si los sorprendía in fraganti. Otros familiares podían
actuar igual de enterarse de la infidelidad, sin que incurrieran
en delito alguno.
Si
era la justicia la que descubría el adulterio, entregaba a los dos culpables al
marido para que los matara, los hiciera esclavos o incluso los liberara. La literatura del Siglo de Oro está hinchada
de casos en los que el marido cornudo lleva a su mujer a confesar o elige una
festividad religiosa antes de darle muerte en su casa
Otro
tipo de proxenetismo que se perseguía con ahínco era el de las llamadas alcahuetas, celestinas o tuntiduras de gustos, que
ejercían como comadronas, depiladoras, adivinas y, en secreto, de mediadoras en
encuentros sexuales, remiendo de virgos y ejecución de abortos. Si alguna de
ellas, o ellos (a estos se les llamaba «entremetidos» y «arreglabodas»), eran
sorprendidos en estas oscuras artes las penas iban desde azotes, destierros,
envío a galeras y castigos ejemplarizantes como ser paseadas desnudas en público,
untadas en miel para atraer las picaduras de insectos y con una especie de
mitra en la cabeza.
Así
fue el caso de la conocida alcahueta madrileña
Margaritona, que, en abril de 1656 fue obligada a recorrer
Madrid en un «pollino de estatura gigantesca, acamellado, encajada con tablas,
y enjaulada como si fuera en un ataúd, con una coroza disforme», desnuda y
maltratada, a pesar de sus 88 años.
Cesar Cervera
Diario
ABC
22-2-2019
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energizantes y revitalizantes la convierten en una ayuda perfecta para
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hace que también se le conozca como “Ginseng de los Andes".
Estimula
el deseo sexual
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Incas consumían la Maca para conseguir energía y vigor antes de las batallas.
También formaba parte de la iniciación sexual de los jóvenes para conseguir
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cerebro que activan el deseo. Por otra parte, su alto contenido en vitaminas y
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