Antonio Pozo Indiano
Escapar era prácticamente imposible,
entre otras cosas porque el castigo si los pillaban era latigazos, hambre,
golpes, mutilaciones de orejas o nariz y quemaduras en brazos y piernas, aparte
de que la deportación masiva de poblaciones enteras permitía a los turcos
romper todo vínculo de los prisioneros. ¿A dónde iban a huir si su hogar había
sido destruido y sus familiares dispersados o exterminados?
La conquista de
Constantinopla por el Imperio otomano y el avance musulmán sobre Europa
oriental marcaron a toda una generación de cristianos europeos, que
veían en los inicios de la Edad Moderna la oportunidad de
resarcirse tras años de guerra defensiva y, de pronto, alzaron con preocupación
la vista ante el gigante que surgía nuevamente de Asia. El ascenso del Imperio otomano, que llegó a controlar territorios de
Belgrado a Bagdad, no entraba en el guion de nadie. Tampoco en el de los Reyes Católicos,
que habían dedicado todo su reinado a conquistar el último territorio bajo
control musulmán en la Península, mientras por el Mediterráneo campaba
a sus anchas el poder otomano.
Durante
siglos, el Imperio otomano fue
una máquina perfecta de hacer la guerra. Gran parte de su economía se basaba en la
obtención de botines, entre ellos esclavos. Hombres, mujeres y
niños para nutrir sus ejércitos y su mano de obra, que a su vez usaban
para financiar nuevas campañas. La «gaza», guerra santa, se convirtió así tanto
en un deber religioso como en un aliciente para conquistar nuevos territorios y
aumentar la economía del imperio.
Era, en esencia, un
imperio que vivía de la «depredación» (usando la terminología del filósofo
Gustavo Bueno), que vivía por y para la guerra. «Cada gobernador de ese imperio
era general; cada policía era un jenízaro [soldado de élite]; cada puerto de
montaña tenía sus guardianes, y cada camino un destino militar [...] Incluso
los locos tenían un regimiento, el deli, o locos, Dadores de Almas, que eran
utilizados, pues no se oponían a ello, como arietes o puentes humanos», explica
el historiador Jason Goodwin ensu estudio sobre el imperio otomano.
Un miedo que compartía toda Europa
En
el capítulo «Los turcos a las puertas» de su libro «Isabel, la reina
guerrera» (Espasa) Kirstin Downey se adentra en
el miedo que el poder militar y naval de este imperio provocaba entre los
cristianos, que no dejaban de oír como poblaciones enteras eran víctimas cada
pocos meses de la esclavitud, la pedofilia, el secuestro de niños, el robo, la
muerte y, en el caso de las mujeres, la violación. En tiempos de Isabel y
Fernando: Croacia y su nobleza había desaparecido del mapa; Hungría no tardaría
en hacerlo, y Viena sufrió varios asedios otomanos que, de haberse dado otras
circunstancias, hubieran cambiado por completo la historia de Europa. Las
grandes potencias europeas se preguntaban, con la impotencia del que no es
capaz de aunar fuerzas, cuál sería la siguiente presa del turco, cuyos sultanes
acostumbraban a iniciar sus reinados con una conquista de prestigio. ¿Sería Sicilia? ¿Rodas?
¿Nápoles? ¿O la propia Roma?
Los
soldados otomanos se mostraban insensibles a la muerte de los infieles. Un
albano, que sobrevivió con 11 años a un ataque en Scutari, describió
ante el Senado veneciano la muerte de 26 de los 30 miembros de
su familia durante el reinado de Beyazid II:
«Con mis propios ojos he visto
la sangre veneciana fluir como fuentes. He sido testigo de cómo a infinidad de
los incontables ciudadanos de la más noble estirpe se les obligaba a vagar sin
rumbo. ¡A cuántos capitanes nobles he visto caer asesinados! ¡Cuántos puertos y
costas he visto llenos de cadáveres de prestigiosos hombres de alta cuna!
¡Cuántos barcos se han hundido! ¡Cuántas ciudades derrotadas he visto
desaparecer! Recordar los terribles peligros de nuestra época hace que los
corazones de todos se entremezcan».
Cada
año se capturaban a cerca de 17.500 esclavos solo en Rusia y Polonia,
a lo que había que sumar los miles que llegaban a Estambul por medio de
corsarios como los hermanos Barbarroja, cuyo patriarca alardeó de haber
apresado a 40.000 cristianos a lo largo de su vida. Los niños eran trasladados en
carros y podían alcanzar un gran valor debido a su uso con fines sexuales,
si bien se consideraba más complicado su traslado y mantenimiento, por lo que a
veces los esclavistas los dejaban abandonados sin más.
Soldados,
piratas y comerciantes trabajaban juntos para que las mercancías llegaran en
buen estado a los puertos turcos. Los esclavos se recogían en grupos de diez,
encadenados y obligados a desfilar en los mercados. Una vez en el lugar de
venta, que todas las provincias tenían delimitado, se examinaba y desnudaba a
los humanos en venta.
En
sus memorias, Georgius de Hungaria,
esclavo durante veinte años, detalló algunas de las humillaciones que tenían
que soportar los esclavos:
«Los genitales tanto de hombres
como de mujeres eran tocados en público y se mostraban a todos. Se les obligaba
a caminar desnudos delante de todos, a correr, andar, saltar, para que quedara
claro si eran débiles o fuertes, hombres o mujeres, viejos o jóvenes (y, en cuanto
a las mujeres), vírgenes o corrompidas. Si veían que alguien se ruborizaba por
la vergüenza, se les rodeaba para apremiarlos aún más, golpeándoles con varas,
dándoles puñetazos, para que hicieran por la fuerza lo que por propia voluntad
les avergonzaba hacer delante de todos.
Allí, se vendía a un hijo
mientras su madre miraba y lloraba. Allí, una madre era comprada ante la
presencia y consternación de su hijo. En aquel lugar, se burlaban de una
esposa, como si fuera una prostituta, para vergüenza de su esposo, y se daba a
otro hombre. Allí, se arrancaba a un niño del pecho de su madre [...] Allí, no
había dignidad ni se tenía en cuenta la clase social. Allí un hombre santo y un
plebeyo eran vendidos por el mismo precio. Allí, un soldado y un campesino eran
pesados en la misma balanza. Por lo demás, esto era solo el comienzo de sus
males».
La misión imposible de escapar
Escapar
era prácticamente imposible, entre otras cosas porque el castigo si los
pillaban eran latigazos, hambre, golpes, mutilaciones de orejas o nariz y
quemaduras en brazos y piernas, aparte de que la deportación masiva de
poblaciones enteras permitía a los turcos romper todo vínculo de los
prisioneros. ¿A dónde iban a huir los esclavos sin hogar?
Los
esclavos cristianos que lograban escapar o comprar su libertad acostumbraban a
colgar sus grilletes en los muros de las iglesias. Costumbre que inspiró
a Isabel «La Católica» cuando colocó
cadenas de esclavos liberados en los muros de la iglesia de San Juan de los Reyes, en Toledo.
Si
se trataba de soldados o nobles capturados en un combate o un abordaje, como
fue el caso de Miguel de Cervantes o Lope de Figueroa, cabía la posibilidad de que las
familias o alguna orden religiosa pagara el rescate. Se trataba aquel, el de
los cautivos, de un negocio igual de lucrativo pero distinto al de los
esclavos, que no tenían forma de escapar de esa vida.
La
esclavitud infantil suponía un negocio con sus características propias. Entre
15.000 y 20.000 menores cada año, según datos de 1451 a 1481, eran secuestrados
para integrar las élites militares y los ambientes palaciegos. Cada tres o cinco
años, los emisarios turcos capturaban a grupos de niños de ocho a 18 años
de poblaciones del Este de Europa, con predilección
por griegos y albanos, y seleccionaban entre ellos a los más inteligentes y
atractivos. Los de mejor apariencia eran destinados a palacio, algunos
como eunucos (castrados), lo que
ciertamente era una oportunidad de alcanzar puestos muy elevados en el imperio,
mientras los más fuertes y sanos pasaban a ser trabajadores y soldados. A todos
ellos se les separaba de sus familias, se les circuncidaba y se les criaba en
casas turcas antes de que entraran a prestar servicio.
Los
jenízaros, no en vano, eran adiestrados bajo una disciplina espartana con duros
entrenamientos físicos y en condiciones prácticamente monásticas en las
escuelas llamadas Acemi Oglani,
donde se esperaba que permanecieran célibes y se convirtieran al Islam, lo que
la mayoría hacía. Tenían expresamente prohibido dejarse crecer la barba:
únicamente se les permitía llevar bigote. El resultado era una especie de monje
guerrero, entrenado desde pequeño para matar y adoctrinado para servir a la
Sublime Puerta hasta su última gota de sangre. Este adiestramiento militar les
convirtieron, junto a los Tercios
españoles, en la mejor infantería de su tiempo. Hasta tal punto de que en los
siglos XVI y XVII lograron acumular gran influencia política y, al estilo de la
guardia pretoriana de los romanos, derrocar y proclamar a sultanes del imperio.
Mayor tolerancia, salvo con las mujeres
En
los pocos aspectos que no ocupaban la guerra, los turcos podían llegar a ser
más tolerantes a nivel religioso que en territorios cristianos. Las personas
que deseaban conservar dentro del imperio sus propias creencias podían hacerlo
a cambio del pago de impuestos adicionales y de la aceptación de un régimen
social inferior que, como en la Córdoba califal, estaba pensado
para humillar al diferente. De hecho, muchos de los judíos expulsados de España en 1492 se
refugiaron en tierras turcas con suerte desigual según la provincia donde se
asentaron.
Esta
relativa tolerancia no afectaba a las mujeres, sino todo lo contrario. Beyazid II impuso en el imperio una mayor
rigidez religiosa que su padre Mehmed. Los
cronistas europeos hablaron de calles en las ciudades turcas repletas de
mujeres a mediados del siglo XIV, mientras que para el XVI se veían pocas y
todas tapadas. A las mujeres se les exigió que taparan sus cuerpos con túnicas
y, con el tiempo, también el rostro y los ojos, como explica Kirstin Downey en
el mencionado libro. Su libertad quedó restringida a la vida familiar, a veces
vigilados por eunucos día y noche. Se les prohibía ir a lugares públicos,
montar a caballo y comprar o vender algo, ni siquiera en compañía de sus
maridos. El otomano Evliya Celebi, autor
del texto sobre sus viajes «Seyahatname», mostraba su asombro e idignación ante
la libertad que las mujeres gozaban en los lugares cristianos:
«Las
mujeres se sientan con nosotros, los otomanos, a beber y charlar y sus maridos
no dicen nada y se mantienen apartados. Y esto no está considerado vergonzoso.
La razón está en que todas las mujeres de la cristiandad tienen el control y se
comportan de esta forma tan poco respetada desde los tiempos de la Virgen
María»
CESAR CERVERA
DIARIO ABC
Actualizado:11/02/2019
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