Antonio
Pozo Indiano
En enero del año 43 d.C., esta unidad
fue enviada a Gran Bretaña. Dos décadas después, logró acabar con uno de los
mayores focos de enemigos de la región.
«El griterío
daba pavor. Decenas de mujeres vestidas
completamente de negro saltaban locamente entre los guerreros, completamente
hechas furia. Sus cabellos en completo desorden se agitaban en el aire al igual
que lo hacían las antorchas encendidas que llevaban en sus manos. Cerca de
ellas una banda de druidas, todos ellos vestidos de blanco, alzaban
sus manos al cielo lanzando terribles imprecaciones». Así es como
describió Tácito la llegada a Angresey (la llamada «Isla de los druidas») de la legión
romana XIV Gemina en el año 60 d.C.
La
jornada no pudo ser más aciaga para los militares, pues aquel día tuvieron que
superar sus prejuicios y su carácter supersticioso para asestar el golpe definitivo
a la que, en aquellos tiempos, era la mayor secta de druidas de
Britania. Y lo cierto es que su miedo estaba en cierta forma justificado, pues de
estos religiosos se decía que coqueataban con la magia negra y llevaban a cabo
sacrificios humanos para contentar a sus dioses. Hoy, recordamos a esta legión
aprovechando que, en enero del año 43 d.C. (tal mes como este)
fue enviada a Gran Bretaña.
La «Isla de los druidas»
La
llegada de las legiones romana a Britania en el siglo I d.C.
de manos del emperador Claudio ( Julio César ya lo había
intentado un siglo antes y había fallado estrepitosamente) llevó a las
diferentes tribus de la zona a organizar varios focos de resistencia. La
mayoría, establecidos en la mitad norte de la isla. Sin embargo, los
historiadores reconocen como uno de los enclaves celtas más destacados la isla de Anglesey (cerca de Liverpool).
Conocida
como la «Isla de los druidas» (o Ynys Mon en dialecto local),
este pedacito de tierra de apenas 715 kilómetros cuadrados se convirtió en un
auténtico dolor de cabeza para los soldados de las legiones romanas. Y es que,
en ella se asentaba un «colegio de druidas» cuyos miembros
decían tener el poder necesario para proteger a todo el territorio de los
invasores.
¿Quiénes
eran los druidas? Oficialmente, los sacerdotes del pueblo celta. Pero
extraoficialmente eran aquellos que canalizaban la religión como forma de aunar
a las diferentes tribus contra las legiones romanas. «El pueblo céltico vivió
en el norte de Francia y las Islas Británicas. Practicaba las artes ocultas y adoraba a la
naturaleza, a la que atribuía cualidades animísticas o sobrenaturales»,
señalan John Ankerberg y John Weldon en su libro «Facts
on Halloween». De esta opinión es también el historiador y arqueólogo Henri Hubertquien (en su obra
« Los celtas y la civilización céltica») determina que los habitantes de
las islas se mantenían unidos gracias a los druidas, a los que se daba gran
importancia por saber interpretar los deseos de los dioses: «Eran una clase de
sacerdotes expresamente encargados de la conservación de las tradiciones».
En
su extensa obra, « Legiones de Roma. La
historia definitiva de todas las legiones imperiales romanas», el
historiador Stephen Dando-Collins es de la misma opinión ya que, en sus
palabras, los romanos se percataron de que «los druidas eran un factor
unificador de las diferentes tribus britanas». De hecho, los hijos de los
nobles eran habitualmente educados por estos sacerdotes en su religión.
Muchos
de ellos se convertían en druidas, mientras que el resto pasaban a dirigir políticamente
la mayoría de los pueblos de la región. «Así, todas las tribus apelaban a los mismos
dioses celtas para que les dieran poder para derrotar a sus
enemigos», añade el experto en su obra.
En
base a todo ello, no es raro que -en cuanto pisó Britania- Augusto prohibiera a los
romanos que profesaran esa religión y, posteriormente, Claudio la ilegalizara en su
totalidad. Con esos precedentes, los romanos entendieron que debían conquistar
la isla para acabar de un único golpe con el foco de resistencia. «Pretendían
acabar con esa secta ilegal apagando así el fuego druídico de la resistencia
británica», completa Dando-Collins. Sin embargo, para el ataque se necesitaba
un oficial aguerrido capaz de tomar con sus legiones una región que, a
priori, parecía inexpugnable.
El elegido
Para
el ataque, Roma eligió al que había sido gobernador de Britania durante dos
años, Cayo Suetonio Paulino. El primer general romano que, según
explica el historiador Plinio en su obra «Descripción de África y Asia», cruzó la
cordillera del Atlas durante su estancia como general en África: «Suetonius
Paulinus [...] fue el primer general romano que avanzó una distancia de algunas
millas más allá del Monte Atlas: él habla como cualquier otra de la altura de
esta montaña, pero añadió que el camino está lleno de espesos bosques y
profundos formados de una especie de árboles desconocidos: la altura de estos
árboles es notable, y el tronco sin nudos es brillante y el follaje es similar
al ciprés, que emana un olor fuerte, y está cubierto como con lana sutil, que
con arte, se pueden hacer tejidos como con la seda. La cumbre de la montaña
está cubierta, incluso en verano, de nieve espesa».
Además, Suetonio no solo ofreció una
información clave para la geografía romana como la ruta idónea para cruzar el
Atlas o la situación de los accidentes geográficos de la zona, sino que también
combatió en África como un auténtico héroe. No en vano, en el
año 42 había demostrado sus habilidades marciales expulsando a una molesta
tribu rebelde de Mauritania y optaba a recibir el título de «mejor
soldado del imperio». Era, en definitiva, un «trabajador y sensato oficial», como determina el
también historia Tácito.
Para
tomar la isla, Suetonio eligió a los hombres de la XIV Legión, llamada Gémina, fundada por Julio César, y famosa por haber
participado en todo tipo de campañas como la de Dirraqui y Tapsos. De hecho, tras
combatir en Britania sería conocida como una de las unidades más experimentadas
de todo el ejército romano.
Pero
sus hombres no estarían solos ante los britanos, pues contarían además con el
apoyo de varias unidades de caballería e infantería ligera bátavas. Hombres junto a
los que llevaban llegando al baile de los aceros durante décadas y en los que
tenían total confianza. Todo estaba listo para el enfrentamiento definitivo
entre la secta de druidas y los legionarios.
Los enemigos
Pero...
¿Quiénes eran realmente sus enemigos? En palabras de Tácito, la isla estaba
habitado por una secta de druidas renegados entre los que había
mujeres. El historiador latino habla de hembras despeinadas, que vestían
ropajes fúnebres dedicados al luto, y que solían llevar consigo antorchas.
Todas ellas, acompañadas de druidas y de miles de guerreros celtas.
El
contemporáneo afirma también que este grupo de enemigos era dirigido por una
sacerdotisa llamada Velada. «La sacerdotisa vidente era una
virgen que dominaba un vasto territorio y que era objeto de una profunda
veneración. […] Su función en el oráculo era [sumamente] importante por su
influencia», explica Stefano Mayorca en « Los misterios de los celtas». Tácito dice lo siguiente de ella: «Estaba
prohibido acercarse a Veleda o dirigirse a ella, como queriendo manifestar la
veneración que se le debía».
Hacia la batalla
Suetonio
salió de Camulodunum (actual Colchester) en al año 60 d.C. Tras
reunir a sus hombres en la frontera con Gales, se dirigió al noroeste de la
región. Como romanos que eran, no tardaron en buscar una solución para poder
vadear rápidamente los ríos que encontraran a su paso. Así lo explica el autor
de «Legiones de Roma»: «Durante el invierno, los hombres de la legión XIV Gemina se habían
preparado para el ataque construyendo unas pequeñas barcas desmontables de
fondo plano para poder operar en el río y en la costa. Dichas barcas fueron
transportadas en la columna de bagaje de la fuerza especial y descargadas en
cada uno de los ríos que se encontraban a través del norte de Gales».
Tras
atravesar el río Dee, el Clwyd y el Conway, se encontraron con
su último escollo: el Estrecho de Manai. Una corriente de
agua a la que arribaron en verano y que tenían que superar para llegar hasta
los dominios de los britanos. Los primeros en cruzarla fueron los infantes. Los
legionarios romanos. Y lo hicieron en las barcazas de fondo plano que ya habían
sido montadas y desmontadas en una infinidad de ocasiones. Posteriormente le
tocó el turno a los jinetes bátavos, a los cuales se les ordenó mojarse y pasar
el líquido elemento «a nado con sus caballos».
Por
su parte, los defensores esperaron al enemigo en las costas. «Una masa de
guerreros galeses, probablemente de las tribus de los deceanglos, los ordovices y los siluros, formó en la orilla
sureste de la isla en una “formación apretada” y esperaron el desembarco
de las tropas romanas», explica Stephen Dando-Collins. Todo estaba listo para
enfrentarse a pilum y escutum contra los enemigos.
Con
los ejércitos formados en las playas y las armas preparadas para cargar contra
el enemigo, los legionarios fueron recibidos por unos curiosos personajes
ataviados con túnicas. En palabras de Mayorca, los primeros en plantar cara a
los invasores fueron «un grupo de druidas que gritaban
fórmulas y conjuros mientras elevaban sus manos hacia el cielo».
Tácito
va más allá y señala que todo era parte de un extraño «ritual mágico» llevado a
cabo por mujeres y que estaba destinado a maldecir a sus
contrarios. «Mientras los legionarios y los auxiliares salían con dificultades
de los botes, un grupo de mujeres histéricas aparecieron como un
rayo por detrás de las filas celtas. Vestidas de negro, con los cabellos
desaliñados, las mujeres agitaban tizones ardiendo en las manos y chillaban
como animales», determina, en este caso, Dando-Collins.
Ver
aquel improvisado aquelarre dejó más que boquiabiertos a los legionarios
romanos de la XIV Gemina. Parece que a estos de nada les sirvió su
amplio entrenamiento militar pues, sintiendo pánico a aquellas maldiciones
llegadas del inframundo, se quedaron petrificados y no atendieron ni a levantar
sus escudos para defenderse. La situación llegó a ser tan desesperante para los
invasores que Suetonio, a voz en grito, recordó a sus supersticiosos hombres
que aquellas no eran más que falacias lanzadas desde gargantas de tribus sin
cultura alguna. Después, encabezó la carga contra los enemigos. Algo que
enardeció los corazones de sus combatientes.
El
resultado fue el esperado, una masacre. «Fue necesario que el propio
Paulino asumiese el liderazgo e incitase a sus hombres a actuar preguntándoles
si tenían miedo de las mujeres. Sin esperar a que se les uniera la caballería,
los legionarios cargaron, exterminando tanto a guerreros como a brujas. Al poco, había
pilas de cadáveres celtas quemándose entre las llamas de las piras funerarias
encendidas con los propios tizones de las mujeres», determina Dando-Collins.
Acto
seguido, y con los contrarios aplastados, las legiones se expandieron por la
isla dispuestos a acabar con todos los druidas. Unos hombres que, según las
leyendas, solían llevar a cabo
sacrificios humanos.
¿Verdad o mentira?
Son
muchos los expertos que, en base a los textos de Tácito, creen que los
legionarios romanos tuvieron que sobreponerse a los maleficios que les lanzaban
aquellas brujas antes de cargar contra ellas. Sin embargo, hay otros como el
historiador español Pedro Palao Ponsque afirman que este
episodio fue exagerado por los militares de la época.
«En
honor a la verdad, lo que cuenta Tácito posiblemente ocurrió más en la
mente del historiador que ante sus ojos, ya que cuando aconteció
la batalla del estrecho de Menai nuestro querido historiador romano, ni era historiador, ni estaba
en Britania, puesto que solo era un niño», explica el autor en su
obra «El libro de los celtas».
A su
vez, Palao explica en este libro que, muy probablemente, Tácito se dejó
impresionar por algún legionario exagerado que quería demostrar lo valiente que
había sido en aquella isla. Aun con todo, el historiador sí corrobora que los
druidas solían bendecir a los guerreros con salmos, canciones y
danzas frenéticas para imbuirles ánimos en las batallas.
Actualizado:08/01/2019
14:03h
Crestomatía del : Conde Yndiano de Ballabriga
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